Parece que no aprendemos. Tanto lo parece que probablemente nuestra recalcitrante tendencia a convertir cada problema en una partida de mus esté cosida ya a nuestro ADN y haya que aceptarla hasta con cariño/resignación. Si a esa tendencia se le suma la indubitada de gritar, para todo, el lío en la familia está armado.
Y lo que precisamente requiere esta cuestión, este contencioso, es actitud y olvido.
Olvido de agravios, en primer lugar. Los agravios son constructos la mayor parte de las veces justificatorios de posiciones de prejuicio. Las sociedades no hieren a las sociedades, son personas de esas sociedades las que pueden intentar herir a otras personas o sensibilidades, y a veces lo consiguen. El odio, el desprecio, la manipulación, por muy alta posición social que se ocupe, nunca debe hacernos olvidar que solo representa el odio, el desprecio, el afán manipulador del protagonista, habitualmente para obtener más poder o para ocultar alguna vergüenza. Esto respecto al olvido.
Requiere una actitud, en segundo lugar, de resolución y no de agudización del conflicto. Una actitud innovadora que nos acerque a la solución del problema, y si ésta no es posible, a la convivencia amable y educada con él. Una actitud de escucha, de atención sincera a las razones ajenas. Una escucha que no niegue los contenciosos, sino que los reconozca y los aborde desde la mutua comprensión, no desde el mando, el odio o el rencor. No es fácil escuchar: requiere desnudarse de prejuicios, reconocer diferencias que pueden no gustar, reconocer que podemos estar equivocados, reconocer que el otro forma parte de la solución. Sea cual sea la solución.
Y ahora la humildísima propuesta para abordar este lío; lío, que, si miramos a derecha e izquierda, arriba y abajo del mundo, es un pequeño lío, que engordamos y sentimos grande porque es “nuestro” lío. De verdad, para lío lío, Oriente Medio, África subsahariana, el de los kurdos, el de Irak, el de la salud del planeta, el de Filipinas o el de Estados Unidos… Desde nuestro diminuto lugar del mapa, deberíamos encontrar fácilmente el clima para el re-encuentro, el encuentro para el debate, el debate para buscar las soluciones. Es la primera vez en la historia de España que, dotados de una legalidad democrática indiscutible (aunque tenga fallas), podemos abordar cualquier cuestión y resolverla al gusto de grandes mayorías. Digo grandes mayorías, no exiguas mayorías, mitades, o fragmentos.
La primera medida, imperiosa, es desinflamar. No me gusta la terminología médica en el ámbito social, pero no se me ocurre un palabro que exprese mejor la necesidad de bajar el volumen, la exaltación inútil, las amenazas; desterrar el quien es más fuerte o es capaz de molestar más a la otra parte. Desinflamar es bajar la tensión: no llevar los problemas fuera de las fronteras o a instancias internacionales ni tildar de dictadura represora a España; mandar a los gritones al banquillo; bajar la voz. Incluso callar durante un tiempo.
Esa es precisamente la segunda medida: tiempo. Este conflicto necesita tiempo de calma para que las partes y las personas redimensionen el conjunto. Necesita parar el reloj, detener la partida. Con toda seguridad el tiempo ayudará a reducir la proporción del problema. En las condiciones en que vive la inmensa mayoría de las personas, disfrutar del día a día sin que la sensación de responsabilidad histórica las atenace, ayudará a creer que es posible la solución, el entendimiento.
En tercer lugar, es necesario que todos asumamos un mismo y único concepto de democracia que incluye como dos caras de una sola moneda libertad y ley. Con una cara sin la otra se pone en grave riesgo la democracia, el gobierno de las mayorías. Esto significa que las urnas y las votaciones populares y la acción parlamentaria tienen que someterse a la ley (no todo se puede votar, no de cualquier manera, no con cualquier mayoría); significa que la ley no se puede emplear como arma amenazante, sino como garantía de que todos pueden jugar. Juego en el que las leyes incluso, pueden ser cambiadas. Esto requiere una declaración lo más formal posible de las partes: unos, con el compromiso de no volver a saltarse las leyes (“lo volveremos a hacer”); los otros, con el compromiso de aceptar cambios oportunos para encontrar el acomodo a esa parte notable de catalanes que hoy no están a gusto, lo que inevitablemente significa cambios constitucionales si una mayoría cualificada los demanda consistentemente. Y, por favor, seamos serios, no la mitad más uno ni más dos. Resolvamos lo que podemos resolver, que seguro no será todo.
En cuarto lugar, los partidos con más responsabilidades, deben promover ya medidas de gobierno concretas que estimulen el sentimiento de que la solución es posible, que expresen públicamente que algo puede cambiar. En eso, los medios de comunicación públicos, en Cataluña y en Madrid, han de asumir una alta responsabilidad en el lenguaje, en el tono y el peso de noticias, en la asunción de que la cultura común debe tener su espacio, en el tiempo que la cultura catalana -y todas las lenguas y culturas de España merecen en los medios. Que se produzca ese tipo de cambios alentará la credibilidad de un proceso que sin duda será largo.
El llamado problema catalán no es de los catalanes, ni de los españoles. Es de personas que tienden a interpretar al “otro” en las relaciones sociales y políticas como enemigo o al menos como a alguien al que derrotar. Los líderes deben hacer autocrítica y superar prejuicios.
La última medida que propongo es que la cultura, el arte, el pensamiento asuman una humilde responsabilidad en la reconducción de esta cuestión. Un grupo de trabajo formado por intelectuales indiscutidos y conciliadores debería poder estudiar y resituar este conflicto y la propuesta de un camino hacia la solución. De ellos/ellas debería esperarse que en silencio y sin luces distorsionadoras pudieran sugerir al menos una interpretación abierta, comprensiva y compartida de cómo hemos llegado hasta aquí. Y con ella, un atisbo de luz.
Tres o cuatro años para todo esto no es demasiado tiempo ni demasiado poco. Hay que tomar la sentencia del Tribunal Supremo en este sentido como un punto de partida. La salida de la cárcel de los políticos encarcelados, muy próxima ya, también aportará sosiego al sosiego necesario.
Epílogo
La cultura tiene mucho que decir. La cultura en versión antropológica, entendida como el conjunto de rasgos sociales configuradores de modelos, puede hacer mucho, porque quienes habitamos en esta parte ibérica del mundo tenemos escasas diferencias entre nosotros más allá de barretinas o txapelas, más allá de flamencos, jotas, isas o muñeiras. A menos que las lenguas, por encima de las personas, exijan ineluctablemente constituir a quienes las hablan en ciudadanos de un estado independiente. Sabernos partícipes de una cultura similar, promover la comprensión y la aceptación de la diferencia, sí eso que les decimos a los niños, es más importante para hallar la salida que los partidos y las ideologías. Y la cultura en versión arte, también. Porque nuestros grandes referentes artísticos son los mismos, porque el entramado creativo es más rico con diferencias, porque en Madrid nos gusta La Cubana y en Barcelona Almodóvar. Porque somos más fuertes si compartimos más. Pues eso.