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Contra codicia, transparencia. Y abucheos.

Mi madre, riojana de pura cepa y de raigambre popular, llamaba “mamaduras” a aquello que los listos se llevaban “a mayores”, después de cobrarse lo que les correspondía en justicia. Algo así como seguir chupando del bote aunque no te toque hacerlo. Algo así como cuando el cachorro fuertote le quita su ración de leche al hermano débil.

Viene esto a cuento porque la transparencia total, cristalina, debe llegar a los cargos públicos, y en lo que nos corresponde, a los dependientes de Cultura. No basta que los procesos de selección sean abiertos, sometidos a decisiones tasadas y mediante contratos programa. Es imprescindible que la gestión diaria esté disponible libremente a los ojos de los ciudadanos. Es la mejor manera –probablemente la única- para que no se produzcan abusos. Por ejemplo, es público que todos los directores de los grandes centros dramáticos y teatros públicos han venido cobrando un salario nada desdeñable por su dedicación en principio exclusiva al cargo. Igualmente conocido es que los mismos directores han cobrado también por las direcciones de cada una de las obras cuya responsabilidad artística asumían, incluidas las obras producidas por empresas privadas fuera de su teatro. (No sé si, por ejemplo, en Follies, su director cobra como actor, además. Todo es posible.)

No sé si es legal cobrar por dirigir obras, o impartir conferencias o talleres mientras sigues cobrando la dedicación exclusiva. Desde luego no es ético. Desde luego no es solidario con la que está cayendo. Desde luego no es presentable. Esto no solo debe afectar a la Cultura, claro. Si alguien asume una responsabilidad de alto nivel, no debe compatibilizarla con consejos de administración remunerados (los casos de cajas, bancos y empresas públicas producen vergüenza por la indignidad acumulada), ni con tareas por las que cobra “a mayores”, si son propias del cargo y acometidas en tiempo de su dedicación a la tarea pública.

Si uno asume la dirección del Teatro Real, del Centro Dramático Nacional, la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el Prado, o el Teatro Español, no debe compatibilizarla con otras dedicaciones que le resten tiempo y por las que cobre añadidos, de la propia institución o de empresas privadas. No es digno, no es ético, no es solidario.

Para eso vale la transparencia, para escrutar. Pero la transparencia, para que sea útil, exige a quien observa, a quien analiza, una mirada cargada de ética, una mirada no complaciente con la corrupción ni con la codicia, que acechan siempre la acción pública en las democracias.

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Líneas rojas en Cultura. 2. O la Cultura no es lastre.

Ya sé que defender hoy que la Cultura no debe ver reducida su posición en la política del Estado y en los presupuestos que las instituciones públicas le dedican, es poco correcto políticamente. Hoy, lo que ha conseguido la chatísima estrategia psicológica de reajuste –sin inversión- a lo Merkel es que pongamos la mano gustosamente para que nos la corten. O que consideremos la cultura como lastre a echar por la borda. Estoy viendo las sonrisas de los banqueros, especuladores y sinvergüenzas que la han provocado y a los que su penosa hazaña les va a salir “de gratis”, como dice un amigo mío de Vallecas.

Pues no, en Cultura –y en otras áreas- hay que decir que no. Que la Cultura cohesiona a la sociedad, integra las diferencias, reduce las barreras, hace patria, o estado o ciudadanía. Que no es lo mismo una sociedad que dispone de acceso a la cultura que otra a la que se le reduce o se le niega. La Cultura, además, tiene un relevante peso económico y productico, más y más creciente.

Lo he dicho en muchos post anteriores, ESPAÑA ES CULTURA. Somos percibidos por ella. Es su marca. Quiero decir que si tiene un lugar diferencial en el mundo, ese lugar tiene que ver con la cultura: la lengua, el patrimonio, la literatura, el arte… Y, extensamente, la gastronomía, el ocio, el sol y las bellas y diversas costumbres que nos unen (por cierto, toros y flamenco incluidos). Todo ello configura nuestra peculiar fortaleza en un mundo competitivo en el que es imprescindible diferenciarse  y reforzar aquello en que somos mejores. Así que, líneas rojas en cultura. ¿Cuáles? Ahí van algunas.

La primera,  la acción cultural exterior, es decir, nuestra presencia cultural en el mundo, con su buque insignia, el Instituto Cervantes. Disponer de la segunda lengua de relación del mundo es un capital de inapreciable valor que es obligatorio impulsar, en el que es imprescindible invertir más. No solamente es preciso no reducir presupuestos para todo cuanto impulse la presencia de la cultura y la lengua en el mundo; es necesario incrementar notablemente las partidas dedicadas a esa estratégica tarea.

La segunda, el patrimonio –pictórico y museístico, histórico…– que figura entre los más valiosos del mundo y que genera riqueza (dinero, puestos de trabajo, posicionamiento en el mundo…), fruto principalmente del turismo que lo aprecia y que nos visita para conocer la cultura y tradiciones –entendidas ampliamente- de nuestro país. No vale no tocarlo: hay que apoyarlo con dinero y leyes que permitan su proyección, su mejor puesta en valor.

La tercera, la creación y la exhibición de arte. El estado no debe reducir ni un milímetro el espacio –y el dinero, la dedicación, la atención- dedicado al cine, al teatro, a la música… Todas esas artes tienen su territorio autónomo comercial en el que una parte puede y debe sobrevivir de sus propios públicos y patrocinadores, pero la innovación artística, la creación más arriesgada, la danza, el circo, el teatro para niños…, requiere en estos momentos la decidida entrega de las instituciones a la tarea de salvaguardarlo. El estado como garante de la innovación en tiempos de dificultad.

La cuarta, -y termino, que si pones muchas líneas rojas algunos políticos pueden pensar que es demasiada la tarea y que es mejor pisar raya- la defensa de la extensa red de centros públicos que en la mayor parte de ciudades y pueblos garantizan el acceso social a la cultura básica, incluidas bibliotecas. La red, construida y desarrollada a lo largo de casi treinta años, debe mantenerse íntegramente al servicio plural de los ciudadanos. Y al margen de que se opte por una fórmula de gestión en la que intervenga la iniciativa privada.

Con éstas, me conformo. Pido perdón por el tamaño de este post y prometo abreviar en el futuro.

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Líneas rojas. 1

Me gusta la carga semántica de la expresión “líneas rojas”, como frontera de lo que no se debe en ningún caso hacer. Ya, ya, yo también hubiera preferido empezar el año hablando de otras cosas, por que lo de líneas rojas, da como mal rollito. Pero manda este nuevo año que viene mal encarado.

Bien, estamos en tiempos en que alguna línea roja hay que poner, porque si no es así se corre el riesgo de que en estos tiempos de reajuste –en realidad de abaratamiento de costes- pueda suprimirse cualquier mejora que la sociedad ha logrado en estas tres últimas décadas. Me sorprende, por ejemplo, que no existan líneas rojas en sanidad, educación o investigación, y que, por lo tanto, se estén reduciendo drásticamente los presupuestos destinados a la salud, a la formación y a la investigación/innovación, vía reducción, vía privatización, vía despidos. La perspicacia estratégica de nuestros dirigentes es tan tan escasa, que no se dan cuenta -o prefieren no hacerlo- de que des-invertir en algunos aspectos que tienen que ver con la cohesión social, la formación de las futuras generaciones de españoles, o la innovación estratégica y por tanto la competitividad, es el suicidio político y muestra de ceguera absoluta.

Menos rotondas innecesarias, por favor, menos aeropuertos de usar y cerrar, menos altos cargos, menos autovías y autopistas de peaje superfluas, menos tanques… Si me apuran mucho aceptaría hasta una reforma laboral -coyuntural- con contratos de bajo perfil siempre que ello acarreara sacar a la superficie ese 25% de economía sumergida que lastra a nuestro país. Seguramente en unos años buenos que vengan podremos reducir el retraso en esas partidas. Pero el retraso producido en sanidad, educación, cultura  y en investigación, tardará décadas en poder recuperarse. Líneas rojas, pues, en esas áreas.

El próximo post irá sobre cuáles son –en mi opinión- las líneas rojas en cultura.

Hasta entonces.

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¿Abaratar o invertir en fracaso? A propósito de las “privatizaciones»

La situación lo acelera todo: Mariano Rajoy actúa ya de presidente de gobierno sin siquiera haberse reunido las Cortes generales. Ver para creer. La parte buena es que como la situación lo exige, da gusto verle trabajar aunque les cuente a otros y fuera lo que no nos contó a nosotros en casa.

Pero a lo nuestro, a la cultura. Releo el programa electoral del Partido Popular y dado que todo él rezuma el aroma de la ausencia de compromiso y de la inconcreción, encuentro muchos aspectos en los que exigir medidas y aclaraciones urgentes. Hoy me quedo con la necesidad imperiosa de llenar de carne el décimo punto, que reza así: “Diseñaremos, en colaboración con la iniciativa privada, políticas realistas y efectivas que garanticen la sostenibilidad de los numerosos equipamientos culturales distribuidos por toda la geografía nacional.” Si no entiendo mal, quiere decir que procederán a privatizar la gestión de teatros, auditorios y centros culturales. Soy de quienes piensa que la sociedad civil –asociaciones, ciudadanos, empresas…- ha de entrar en la gestión de lo público para democratizarla y abrirla a la sociedad, pero con la misma vehemencia defiendo que su entrada no debe estar al servicio exclusivo de abaratar costes, sino de mejorar la gestión y hacerla más satisfactoria para los públicos. Y sobre que ese sea el objetivo del PP –o del PSOE, cuidado- ya tengo muchas más dudas. Desfuncionarizar y reducir presupuestos puede aligerar el déficit de las instituciones, pero si a cambio se empobrecen los servicios y la calidad habremos hecho un flaquísimo servicio a la tarea constitucional de promover la cultura, que no es otra cosa que promover mejores ciudadanos. Abaratar, simplemente, es una de las mejores maneras de invertir en fracaso.

Por eso es el momento de recordar el tratamiento que la Constitución da a la cultura, y de pedir al PP que perfile y llene de contenidos su impreciso programa, y que para hacerlo escuche cuanto desde el sector podemos decirle. Sería una muestra de buena voluntad.

Ah, y transparencia, por favor.

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País de charanga y pandereta, I love you

Sí, a pesar de todo. Porque lo de la duquesa es hasta tierno: que una mujer de 84 se case con lo que para ella debe ser un jovenzano,  y a la salida de la ceremonia se apunte con una sevillana, con peligro para su estabilidad, tiene mérito y hasta produce envidia. Que la cosa sea noticia y revuelo, habla mal de los que la convierten en comidilla. Muchos.

Pero, a lo que iba, otros muchos, muchos más, han convertido la Encuesta de hábitos y prácticas culturales en España del pasado 2010 en una buena noticia. Con sus pequeñas sombras, claro. El diario digital hoyesarte.com, titulaba la noticia “El consumo cultural resiste la crisis”. Lean las cifras y se sorprenderán de cómo responden los españoles a situaciones de agresión psicológica como la que sufrimos. Los políticos y los medios se han puesto de acuerdo en tapiar la salida y convertir el país en una especie de ratonera que impulsa al suicidio para que toque a más a los supervivientes.

Y sin embargo nuestros compatriotas siguen leyendo, yendo al cine y sobre todo a museos, sin que la situación los haya desanimado en la práctica cultural. Así,  el conjunto dibuja un cuadro esperanzador. Las buenas noticias de la cultura. Las sombras van por el lado del bajo nivel de compra por internet, que refleja un modelo de consumo atrasado; el crecimiento de las descargas ilegales, con el consiguiente perjuicio para los autores; o la reducción de consumo en artes escénicas, que a pesar de ello conservan una estupenda vitalidad.

Un responsable político del ayuntamiento madrileño me justificaba esta semana con la “lógica” que se redujese drásticamente el presupuesto de cultura. Suprimamos lo innecesario, vino a decir. La cultura, la educación, la sanidad son piedras angulares del sistema democrático y en ellas se asienta la satisfacción de la población y su seguridad en el futuro. Las tres expresan el nivel de solidaridad y de cohesión de una sociedad, más incluso que el trabajo. Porque pueden venir las vacas todavía más flacas, pero no puede faltarnos un buen profesor de geografía o un médico para nuestros hijos, ni un libro, un cuadro o un actor que nos recuerden que somos sustancia inmaterial. La verdadera sustancia que construye el futuro.

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Mascarell, Ministro de Cultura

Se me ocurren varios ministerios que suprimir antes que el de Cultura, si atendemos a su utilidad, claro. Demagogias baratas aparte, la propuesta recurrente, casi siempre emitida desde posiciones nacionalistas, salta de nuevo esta vez de la mano del conseller de Cultura de la Generalitat Ferrán Mascarell. Otros aplauden con sus orejas neoliberales porque de llevarse a cabo la medida, dejaría la Cultura en su conjunto más cerca de ser regida en exclusiva por el mercado.

En realidad, mi opinión sobre este tema es que el Ministerio de Cultura debería recuperar algunas de las competencias entregadas a la gestión autonómica y  algunas nuevas que incrementaran notablemente su peso en la política nacional y en la presencia de la cultura española en el exterior. Más madera; no menos.

Aun jibarizada la acción cultural central,  es hoy insustituible. Entren en la web del ministerio y vean sus competencias y líneas de acción. Y vean si no se les ocurre a algunas más que asumir. Incluso que compartir con otros ministerios, como ocurre con el de Exteriores y el Instituto Cervantes.

La clave de la decisión es si estamos hablando de un país o de una confederación a la que nada une sino el nombre. Y solamente desde posiciones cercanas a la aldea gala de Asterix se defenderá que lo que hoy se denomina España es tan solo una suma de peculiaridades, y niegue el potentísimo común denominador cultural, lingüístico e histórico por el que somos reconocidos en el mundo. Basta ya de dar más relevancia a la diferencia que a  lo que une.

Por eso es imprescindible e insustituible una institución consciente de que la cultura, la lengua, las industrias culturales, e incluso las diferencias culturales internas, han de ser convertidas en política cultural que nos haga querernos y conocernos más a quienes vivimos dentro de las fronteras españolas, y que haga conocer mejor a los españoles y tener más presencia a su cultura fuera de ellas. Sea cual sea el nombre que reciba la institución.

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El ayuntamiento de Gijón no canta zarzuela

La relación de la Política con la Cultura es un terreno minado de bombas. Las instituciones siguen viendo la acción cultural como un ámbito de rentabilidad electoral y muy pocas veces como terreno de desarrollo estratégico de los ciudadanos a los que afirman servir. Para la cultura, por otro lado, la política ha sido, y sigue siendo no pocas veces, el horizonte económico en el que busca su seguridad gracias a la financiación pública. Mal.

Una de esas polémicas minas ha estallado una vez más, y de modo escandaloso, con el nuevo ayuntamiento de Gijón. Nada más tomar posesión, la nueva corporación “popular” ha decidido suprimir su aportación –humilde, por otro lado- para el Concurso Internacional de Zarzuela que caminaba hacia su segunda edición tras una primera de éxito. Es de por sí mezquino reducir presupuestos con los más débiles y necesitados; pero  es, sobre todo, que los argumentos empleados son revanchistas y barriobajeros. Basados en acusaciones de partidismo por parte de un equipo de gobierno que quiere hacer tabula rasa con la acción de la anterior corporación.

La Fundación Ana María Iriarte, dedicada a promocionar la lírica y en particular la zarzuela, es la impulsora del concurso y la financiadora privada de la mayor parte de su presupuesto. Encabezada por una de nuestras cantantes históricas, ha visto cómo por vía postal y sin previo aviso, se cercenaba uno de los poquísimos espacios de promoción de la zarzuela en España.

Salvar la cultura del debate político pequeño, y llevarla a las cimas de acuerdos estratégicos de los grandes partidos; convertir la cultura en más ámbito de desarrollo ciudadano y menos espacio de exhibición de poder; hacer de nuestra cultura, asentada en el segundo idioma más importante del mundo, una herramienta de primera magnitud en la acción exterior…

Y, por favor, olvidarse de las querellas, pequeñas venganzas, y míseras utilizaciones.  Y si algún proyecto existente no se acomoda a las líneas de los nuevos equipos políticos, debe ser tratado con elegancia, con altura de miras, con dignidad, con educación. Incluso para dejar de apoyarlo.

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Ficción y realidad. Cultura e impostura



La última polémica surgida del mundo de la cultura, se ha producido en el Festival de Mérida, con la retirada de una fotografía de la exposición «Camerinos». Fatiga este tipo de polémicas en torno a sensibilidades heridas cuando tantas cosas extraordinariamente importantes mantienen nuestra alma atrincherada; como si la vida fuera un miura feroz y nosotros Don Tancredos.

¿Cómo no entender que la imagen de Asier Etxeandía –preciosa fotografía de Sergio Parra– en su personaje de la obra teatral Infierno, de Tomaz Pandur, pueda provocar que algunas personas cristianas se sientan molestas por lo que consideran hiriente para su religión?

Pero no deja de sorprenderme que la imagen sobredicha –con un origen indiscutiblemente cultural– genere cientos de emails de protesta. La imagen –ficción- de un actor que interpreta a un personaje molesta más que la foto de la realidad; por ejemplo, esa realidad que nos acusa de inacción y dejadez en la muerte de miles de personas, por poner un caso último, en Somalia. Me asombra que tantas y tantas personas no distingan entre realidad y ficción y les hiera más la segunda que la primera. Hoy,  podemos disfrutar de nuestra sabrosa y abundante comida mientras la televisión bombardea imágenes del grandioso dolor del mundo, sin que ello impida una buena digestión. Pero no podemos soportar que otras personas generen imágenes de ficción para una obra teatral. Chusco si no fuera éticamente preocupante.

En todo caso quien ha decidido retirar la fotografía de la exposición “Camerinos” es Blanca Portillo y ella deberá explicar porqué la campaña de unos cientos de personas basta para ceder e imponer la censura. Y esos cientos de personas deberán preguntarse si querían evitar el dolor a otros cristianos al forzar la retirada de la foto o simplemente deseaban vencer. Si aspiraban a lo segundo, parece que lo han conseguido. Si deseaban lo primero han fracasado estrepitosamente: la foto la han visto cientos de miles de personas. Gracias a la intransigencia. Gracias a la impostura. Mi aportación humilde a que la otra foto se conozca es publicarla aquí, abriendo este post.

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¿SGAE?, y 3. ¿Libre acceso a la cultura o gratuidad cultural?

Y acabo, por el momento, con esta breve serie sobre el tema. A menudo he tenido la percepción de que la gente con la que en ese momento estaba charlando sobre los derechos de autor pensaba que la obligación legal de pagarlos era, en realidad, un obstáculo para el libre acceso a la cultura y el arte. Hay que decirlo todo: eso ocurría con gente que no pertenecía al mundo de la creación, porque los escritores, pintores, fotógrafos, realizadores audiovisuales, autores teatrales… tienen clarísimo que han realizado un trabajo y que necesitan cobrar por él.

En realidad el discurso sobre el libre acceso a la cultura expresa el mensaje de que la cultura debe ser gratuita. No sé por qué la cultura y no la vivienda, o el pan, todavía más necesarios. Tal vez sea un resabio de los tiempos en que todos soñamos una sociedad que resolvería las grandes necesidades humanas, incluida la cultura. La historia, es decir, el recorrido que las sociedades han ido haciendo en su devenir, ha puesto precio a casi todo, porque la fórmula triunfante hoy –espero que no para siempre- es el capitalismo. Y éste asigna un valor económico a cada tarea, a cada producto, a cada función socialmente necesaria.

Creo que el acceso a la cultura debe ser libre sin que por ello sea gratuita urbi et orbi. Defiendo provocadoramente que la cultura y el arte no son un derecho tal y como entendemos en el occidente capitalista otros derechos –unos incumplidos, otros de difícil cumplimiento: al trabajo, a la educación, a los servicios de salud…-. Defiendo provocadoramente, por el contrario, que la cultura es una meta que los ciudadanos alcanzan con esfuerzo y trabajo y que puede o no formar parte de sus aspiraciones. Aspirar a la cultura, amar el arte puede que haga mejores a las personas, pero es una opción individual tan respetable como la de quienes optan por no cultivarse el alma con arte nunca.

En consecuencia defiendo que quienes crean cultura tienen –estos sí- derecho a vivir de ella, sí así lo demanda la sociedad, si esta paga por sus creaciones. Y que quienes defraudan ese derecho, no pagando el precio fijado, están sustrayendo a ese creador el fruto de su trabajo. Y probablemente, al resto, a la sociedad en su conjunto, nos está hurtando un creador, que deberá dejarlo para vivir de otra cosa. Probablemente una que no se pueda bajar de internet. Ni más, ni menos.

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SGAE 2. ¿Para qué sirven los autores?

¿Puede una sociedad sobrevivir sin autores? Probablemente sí, al menos lo que se entiende por sobrevivir. Seguramente nada hubiera cambiado si en las viejas paredes de Altamira nadie hubiese pintado preciosos bisontes. Nada si no dispusiéramos de la Mona Lisa, de Bach, Cervantes o Goya. Pero hoy muchas personas sabemos que la salud de una sociedad se expresa no solamente mediante los niveles de consumo o de longevidad. Ni siquiera el consumo de arte expresa la salud del alma de un pueblo. Ha sido una victoria alcanzar el consenso formal de que el desarrollo de una sociedad se expresa de una manera diáfana por el nivel de sus creadores, por la importancia real que cada sociedad da a sus autores. Hoy sabemos que los autores permanecen y transmiten a otros lo que somos y sentimos. Por eso son tan importantes.

¿Por qué, pues, se discuten tanto e incluso se cuestionan los derechos de autor y la propiedad intelectual? ¿Por qué está bien visto que alguien no pague lo que la ley marca en concepto de derechos para el autor de una fotografía, un libro, una película o una melodía? ¿Por qué nos excusamos en los excesos de los intermediarios –las sociedades de gestión– y olvidamos que quienes crean tienen derecho a cobrar por sus creaciones?

Algo malo ocurre cuando muchos ciudadanos alardean de bajarse de internet documentación sujeta a derechos defraudando con ello a su autor. Algo malo ocurre cuando está bien visto coger la fruta del árbol que otros han plantado y cultivado solamente porque está a mano y nadie nos ve.

Hay otra razón, aportada por los tiempos actuales que explica parcialmente esta situación: la confusión entre creador y consumidor. En la red todos colgamos contenidos sin cobrar por ello. Todos somos, de algún modo, “creadores”. Pero esta es una confusión interesada que oculta o minimiza que el arte requiere talento y que el talento precisa cuidado, atención, dinero, alimento. Hoy el todo vale, el peso de lo inane, amenaza con ocultar lo sublime.

La crítica teoría del progreso esbozada sobre todo por Walter Benjamin, pero expresada en la obra de autores como Lang, Orwell… dibujaba un futuro en el que siempre estaba ausente la cultura y el arte. Una ausencia clave en una visión negativa del mañana. Lo mismo hace el cine de ciencia ficción que quiere imaginar cómo será el mundo en el futuro (recuerden el modelo Waterworld). ¿Se han fijado en que en todas ellas, los autores, y por extensión el arte, no existen? ¿Estaremos pagando ya hoy esa última factura?

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