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¿Cómo que no escriben los jóvenes?

Quienes han perdido ya algunos cabellos del alma, y andan más quejosos de lo que la vida precisa, suelen criticar el presente-presente comparándolo con el presente-pasado, el suyo, el nuestro. Bueno, es cierto que algunos que no han perdido nada de pelo son quejicas y “viejales” jóvenes; y otros calvorotas o de coleta gris, sonríen a lo que les toca vivir. Es decir, que no siempre el espíritu gruñón o feliz tiene que ver con la edad.

Bueno, que me despisto. Hace unos días escuché por enésima vez eso de que “ahora es que los jóvenes escriben mal porque ni leen ni escriben”. No me encendí porque, la verdad, cada vez procuro encenderme lo menos posible: me quita tiempo para ser feliz y en general para cosas importantes.

Pero no es verdad. La gente joven de la actual generación, escribe más, lee más, está más expuesta al arte y a la cultura que nunca en ninguna de las generaciones anteriores de la humanidad. No se escriben cartas, pero se escriben sms  y se cultivan las redes sociales con obsesión; no sé si se leen tantos libros sesudos, pero se lee mucha información sobre cine, música, y viajes; ¿y los museos?: nunca la pintura y las otras artes y esencialmente la fotografía y la narrativa audiovisual, habían estado tan presentes en sus vidas.

Lo que no hacen es leer, escuchar y admirar las artes y las obras artísticas que a algunos de nosotros nos gustaban. Seguramente ellos pierden algo con ello. En literatura, Julio Verne fue mi padre, Miguel Hernández mi hermano, Neruda y Baroja eran más de la familia que mis tíos y primos; con ellos y otros muchos imaginé mundos y volé sobre las más altas cimas. ¿Cómo no voy a desearle a otros las maravillas que yo viví de su mano?

Pero cada momento de la historia de la humanidad es diverso. Y hoy hay más gente que nunca que sabe leer, escribir, manejar ordenadores, y abstrusos sistemas de comunicación y conocimiento. Viéndoles disfrutar de otras cosas y de otras maneras he aprendido a hacerlo yo. Y espero -íntimamente, eso sí, sin alardear de ello- que cuando me vean leer a Vargas Llosa, Kipling, Cervantes, Tagore o Calvino, les genere el mismo interés.

El concepto mismo de cultura es el que en estos momentos está en discusión. El debate entre Vargas Llosa, Volpi y César Antonio Molina, o las reflexiones de Verdú y Baricco, muestran lo convulso del momento en cuanto a sus interpretaciones. ¿Cantidad contra calidad? Veremos. Y hablaremos de ello.

Para ser comprendidos, los tiempos exigen una cierta mirada que demanda empatía y no confrontación. No esperar lo que deseamos. Aceptar lo que nos viene dado. Al menos los primeros bocados: tal vez nos guste.

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Honor a Ray Bradbury. Honor a la anti-utopía

Ray Bradbury falleció el martes, casi a los 92 años. Escritor fantástico en el doble sentido de la palabra, escribió también una novela anti-utópica que nadie debe perderse, Fahrenheit 451, título que hace referencia a la temperatura a la que arde el papel y que en nuestro sistema, el Celsius, es de 233 grados centígrados. La obra –trasladada al cine por Truffaut- cuenta la historia de un bombero encargado de quemar libros, porque las autoridades consideran que leer impide ser feliz. El gobierno dibujado por Bradbury persigue imponer a sus súbditos la felicidad mediante el olvido.

Como otras obras también imprescindibles -la película Metrópolis, de Fritz Lang, o las novelas 1984, de Georges Orwell, o Un mundo feliz, de Aldous Huxley…-, forma parte de ese legado cuasi filosófico del siglo XX que critica ruda y poéticamente la dirección que la sociedad, la civilización habría que decir, se ha empeñado colectivamente en seguir para escribir su historia. El progreso inevitable, tenido como filosofía de fondo de todas las corrientes religiosas, filosóficas o políticas es criticado sin compasión, fustigado por esos autores en sus libros o películas. En el mundo del ensayo, el paralelo es Walter Benjamin, ya mencionado en este blog. Comunista crítico con los comunistas, judío antinazi, escapando del horror vino a suicidarse en Portbou, en 1940, harto de escapar y amenazado por las autoridades españolas de ser devuelto a la Francia ocupada por los nazis.

Todos tienen en común dos aspectos que quiero destacar. El primero, su conciencia de que el futuro no es tan halagüeño ni el mañana es inevitablemente mejor que el ayer, como los vendedores de sueños quieren hacernos creer. Que el progreso exige hacer frente a las injusticias acumuladas en la historia y que nos gritan pidiendo salir de debajo de la alfombra; o no es progreso. Que olvidando el pasado es imposible avanzar con justicia. El segundo, es el necesario compromiso crítico del arte y la cultura. El viejo Aristóteles decía que el teatro –extendamos su juicio al arte en general- debía entretener, nunca  aburrir. Siguiendo ese principio fundamental, Bradbury, Orwell, Lang, Huxley y otros muchos, nos recuerdan que el arte ha de ser iluminador, comprometido, manchado de presente. Ese tipo de arte hoy nos hace falta un poco más que ayer. Un arte que mueva nuestro cerebro, nuestro corazón, nuestras manos.

Honor para Bradbury.

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Contra codicia, transparencia. Y abucheos.

Mi madre, riojana de pura cepa y de raigambre popular, llamaba “mamaduras” a aquello que los listos se llevaban “a mayores”, después de cobrarse lo que les correspondía en justicia. Algo así como seguir chupando del bote aunque no te toque hacerlo. Algo así como cuando el cachorro fuertote le quita su ración de leche al hermano débil.

Viene esto a cuento porque la transparencia total, cristalina, debe llegar a los cargos públicos, y en lo que nos corresponde, a los dependientes de Cultura. No basta que los procesos de selección sean abiertos, sometidos a decisiones tasadas y mediante contratos programa. Es imprescindible que la gestión diaria esté disponible libremente a los ojos de los ciudadanos. Es la mejor manera –probablemente la única- para que no se produzcan abusos. Por ejemplo, es público que todos los directores de los grandes centros dramáticos y teatros públicos han venido cobrando un salario nada desdeñable por su dedicación en principio exclusiva al cargo. Igualmente conocido es que los mismos directores han cobrado también por las direcciones de cada una de las obras cuya responsabilidad artística asumían, incluidas las obras producidas por empresas privadas fuera de su teatro. (No sé si, por ejemplo, en Follies, su director cobra como actor, además. Todo es posible.)

No sé si es legal cobrar por dirigir obras, o impartir conferencias o talleres mientras sigues cobrando la dedicación exclusiva. Desde luego no es ético. Desde luego no es solidario con la que está cayendo. Desde luego no es presentable. Esto no solo debe afectar a la Cultura, claro. Si alguien asume una responsabilidad de alto nivel, no debe compatibilizarla con consejos de administración remunerados (los casos de cajas, bancos y empresas públicas producen vergüenza por la indignidad acumulada), ni con tareas por las que cobra “a mayores”, si son propias del cargo y acometidas en tiempo de su dedicación a la tarea pública.

Si uno asume la dirección del Teatro Real, del Centro Dramático Nacional, la Compañía Nacional de Teatro Clásico, el Prado, o el Teatro Español, no debe compatibilizarla con otras dedicaciones que le resten tiempo y por las que cobre añadidos, de la propia institución o de empresas privadas. No es digno, no es ético, no es solidario.

Para eso vale la transparencia, para escrutar. Pero la transparencia, para que sea útil, exige a quien observa, a quien analiza, una mirada cargada de ética, una mirada no complaciente con la corrupción ni con la codicia, que acechan siempre la acción pública en las democracias.

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Gánsteres guisados: una receta de Karlos Arguiñano

cocinando-gánsteres

La semana pasada Carlos Arguiñano dio una receta de dignidad en su programa de cocina. En realidad, si atendemos la grabación, uno deduce entre líneas que a quien habría que cocinar es a banqueros desaprensivos, para una vez troceados y guisados, servirlos a los tiburones.

Ya, ya sé que este blog decía en su inauguración hace un par de años que su objetivo era aportar reflexión a la cultura, pero ¿quién puede hoy hablar de cultura sin mentar los antepasados de cuantos ladrones de oficio han empujado a la economía española a pedir limosna a las puertas de la catedrales europeas? Como decía el cocinero vasco, quitar dinero de educación y sanidad –y de cultura- para entregarlo para la salvación de los banqueros que nos han llevado a esta situación es un insulto. No hay que salvar los bancos, ¿por qué? Hay que salvar a los ahorradores, a los trabajadores, a los empresarios que defienden sin especular sus empresas… Pero a quienes han inflado el valor del suelo para especular, a quienes han inflado el valor de las viviendas para hipotecarlas al alza y obtener beneficios sin medida, a quienes como Tíos Gilitos sin gracia ven el mundo a través del dólar, a esos ni agua.

Cada mañana despierto con nuevos lanzazos radiofónicos que parecen perseguir la rendición psicológica incondicional de la población. Cada mañana respiro hondo antes de poner el pie en la calle y defender elmuro y Asimétrica, los dos proyectos empresariales en los que estoy volcado, los dos proyectos culturales de los que hoy vivimos ocho personas y que dan trabajo a otras cuantas. No se me ocurre nada mejor que hacer que hacer mejor cada día mi trabajo sin dejar que los agoreros y los gánsteres –gracias, Arguiñano- nos dominen con su ley seca.

Mañana volveremos a hablar de cultura. Perdonen.

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Pregunta, escucha, ¿no ves que quieren decirte algo?

Escuchar-al-publico

El arte tiene un claro déficit de comunicación con sus públicos. Tal vez el origen esté en la distancia inicial marcada por quien al crear obras para ser admiradas, se distancia y se coloca en el pedestal de la pieza creada. En su lugar. ¿Va, pues, con el papel de músico, actor,  pintores, literatos… la distancia con sus públicos? Esa actitud se ha trasladado históricamente a las organizaciones artísticas –museos, teatros, orquestas, compañías, cines…- que miraban altivamente, con displicencia autista, a quienes eran su oxígeno natural, quienes compraban entradas. Hablarles en todo caso para que “vinieran”, pero cuando acabara la cosa, que se fueran prontito. El caso es que hay poco diálogo. A los públicos se les cuenta mucho, se les pregunta poco. Incluso hay veces que si se pregunta las respuestas interesan poco. En fin.

Y la responsabilidad está en las organizaciones, que deben crear puentes y oportunidades. Hay mil oportunidades en cada ámbito: en los museos, en los teatros, en los cines, librerías, galerías… Oportunidades de conocer, de preguntar a cuantos se acercan si quieren dejarnos los datos para iniciar la relación: si quieren bailar con nosotros. Conocer, poseer los datos de la persona que aprecia el arte es el paso indispensable para comenzar la conversación con ella, que es lo importante. El pasado fin de semana, y aunque no soy amigo de los “Días de…”,  acudí a varios museos. En ninguno me pidieron los datos, ni me preguntaron a la salida qué me había parecido lo visto. Una oportunidad perdida porque ese día acudieron miles de personas para las que la ocasión era extraordinaria.

En los teatros, además de perder habitualmente esta oportunidad, se suelen desaprovechar las muchas ocasiones de encuentro para dialogar con los públicos. Sí, a veces tras la representación se debate con los actores y el director, pero ocasionalmente y de modo excepcional. ¿Porqué no presentar cada obra, aprovechando cada ocasión para aportar un pequeño valor añadido que contribuya a formar a los espectadores, a enriquecerlos? Como si, de oficio, te contaran cosas de ese cuadro maravilloso, o te introdujeran en la época antes de ver una película de tema histórico. Ayer hablaba de esto en Barcelona con mi amigo Quim Aloy, historiador y gestor y con Judit Figuerola, de la Oficina de Difusió Artística de la Diputación de Barcelona. Este jueves en un encuentro concertado para cientos de espectadores Quim explicará elementos de historia de la ocupación de Polonia por rusos y nazis. Y eso porque el próximo domingo esos espectadores irán a ver Nostra clase (que ya ha estado en Madrid el pasado abril), una obra teatral que aborda un durísimo y trágico episodio en 1941 en la frontera polaca. Sin duda la experiencia teatral será notablemente enriquecida. Sin duda, la exposición y el debate, harán de la ocasión una oportunidad para llevarse el alma y la inteligencia más cargada a la cama.

Situar al público en el eje de la acción, tener permanentemente en cuenta que son ellos los co-protagonistas del encuentro es la clave que permite indagar y descubrir esas muchas oportunidades que las organizaciones tenemos para conocer y dialogar con los públicos. Solamente hay que incluir en la actividad la decisión de hacerlo. Y hacerlo, claro.

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Los Max y el Señor de los ombligos

La fiesta de los Max fue estupenda por el marco (qué guapo es el Price para estas cosas: hay que repetir), por el guión y la dirección (intuyo que a dos manos por esa pareja artística compuesta por Antonio Muñoz de Mesa y Olga Margallo), y por la vibrante presentación de Petra Martínez. Bien. La organización de SGAE y Fundación Autor fue espléndida y hay que felicitar al equipo de producción por este éxito.

¿El reparto de premios?: por barrios. Habrá que encontrar solución al excesivo peso de los amigos y clanes en la elección porque impide la llegada de obras o candidatos relevantes que son desplazados por el aluvión de los que votan por alguien y por todo lo que ese alguien haya hecho. Con Animalario ya sabíamos de estas cosas, pero la táctica sigue, y eso no es nada bueno para los Max. Ni para el teatro. Respecto al asunto de la censura de algunos parlamentos, no he visto la retransmisión, pero por lo leído, más podríamos achacar en todo caso los resultados a impericia que a mala intención de TVE: nada se dijo allí que pusiera en riesgo la seguridad nacional. Incluso se dijeron cosas tontas que sí debieran haberse evitado a los sufridos espectadores de televisión.

Durante la Gala me surgieron varias reflexiones, dos de las cuales me gustaría compartir. La primera tiene que ver con el espíritu de queja minimoys del sector, con su chata y ombliguista mirada.  Ya dijo Petra (que se lo veía venir) que debíamos mirarnos menos el ombligo. Y eso que no dijo que los ombligos por televisión dan fatal, pero fatal, fatal. El caso es que no le hicieron caso, y el que no dedicaba el premio a una desmesurada retahíla de consanguíneos y amigos, se dedicaba a despotricar de la crisis o de los recortes. La tendencia a la endogamia, al espejito –“dime que soy la más guapa”- y al compadreo, impide que ofrezcamos a los espectadores, a los públicos, una imagen moderna, abierta, entusiasmada, feliz, positiva, brillante del teatro. Y así, el reino de los sueños queda jibarizado por el Señor de los ombligos. (Tomo la imagen de mi querido Juan Carlos Rubio)

La otra reflexión tiene que ver con la necesaria apertura de la organización de estos premios Max. Sin querer retomar hoy el debate sobre la Academia de las Artes  Escénicas, es imprescindible, mirando al futuro, la presencia en la organización de todos los sectores, desde la interpretación a la escenografía, de la producción a los técnicos. Que SGAE, cuya función primordial es la recaudación y reparto de los derechos de los autores,  asuma en solitario la representación de todos los “gremios” no es solamente un riesgo para ella, sino, sobre todo, una dificultad para conseguir la implicación de cuantos laboran en el teatro, y un obstáculo para la transparencia.

El tema es complejo, lleno de matices relacionados con los procesos de selección, votación y comunicación, pero pasada esta bien organizada edición tal vez convenga sentarse, abrir las puertas y definir un nuevo modelo de premios para el teatro que los haga más participativos más globales, más ambiciosos. El momento de cambio que vive SGAE parece facilitar que la propia sociedad de autores lidere generosamente la apertura.

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La calidad, un buen límite para la cantidad

Experincia del público

En el último post valoraba positivamente la existencia de hordas (buenas) de consumidores de artes, inexpertos pero hambrientos. Inexpertos en conocimientos profundos de la pintura, el teatro, la ópera, el cine o la literatura; hambrientos por decir que estuvieron allí, que sí, que él es quien aparece en la fotografía delante de las Meninas, que él también ha leído la última de Zafón, o de contar a los cuatro vientos que no se perdió la última Traviata.

Estoy leyendo el último libro de Vargas Llosa, tan admirado literato, autor de Travesuras de la niña mala y de otras muchas joyas. En él arremete contra estos tiempos en que las masas consumen y no degustan, y hacen ruido frente a la quietud que todo arte demanda. En el fondo, el libro -en mi opinión escaso de argumentos: léanlo, está dando que hablar sin mencionarlo incluso-, es una queja ante los efectos de la democratización del acceso al arte y la multiplicación del consumo de arte reproducible. Y sin embargo, si lo miramos con detenimiento, lo ocurrido en las últimas décadas no debe molestar a ningún experto y amante de la “alta cultura”. Hoy no hay menos personas que amen la cultura de elite, simplemente hay más gente que consume cultura superficialmente. Pero eso no es malo, al contrario. Me hace recordar aquella cerrada defensa que Antonio Banderas hizo de Santiago Segura y sus películas. Banderas decía que no se pueden hacer grandes películas y obras maestras sin industria, y que la industria se hace sobre películas que ven millones, no sobre las que ven solamente miles.

Sí, es cierto que en arte la cantidad debe tener el límite de la calidad. Que la experiencia del usuario en su contacto con el arte debe ser satisfactoria, estimulante, gratificante en sí, transformadora. Y eso requiere unas condiciones que las organizaciones culturales deben respetar y alentar. Ver obras de arte entre codazos, películas con ruidos, o teatro en asientos incómodos, por poner unos ejemplos, puede poner en riesgo e incluso destruir la experiencia, y expulsar al usuario a otros espacios de ocio más amables; o más lógicos.

La cantidad debe relacionarse con la calidad y con la segmentación de públicos. Y las organizaciones artísticas –museos, teatros, auditorios, galerías…- han de poner esos criterios en función de su misión, de su razón de ser, que es notablemente diferente en cada uno de los casos. Vamos, que la captación de recursos, la financiación, no debe impedir una atención adecuada y segmentada que proporcione una satisfacción adecuada e individual a cada uno de los espectadores y usuarios en cada uno de sus momentos de relación con el arte. Si no es así, probablemente las organizaciones sobrevivan, pero a costa de maltratar e incluso echar a sus usuarios. También a los mejores. Mal rollito.

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Surfeando por el museo del Louvre

La pasada semana estuve tres maravillosos y breves días en París. En el Louvre saludé a una conocida italiana, hermana de la que vive en El Prado; bueno, intenté saludarla, pero estaba tan guapa y había tantísima gente queriendo verla, incluso cámara en ristre, que por mi parte opté por fotografiar a la multitud. Esa era la que me pareció la imagen fetén: cientos de personas empujándose para malver a La Gioconda y retratarla. Cientos de personas que necesitaban contar y demostrar más tarde que estuvieron allí, en una expresión de apropiación democrática del “halo” de la obra de arte. Entendí perfectamente el porqué de su sonrisa. Entendí el nuevo concepto apropiador del arte en la época de su reproductibilidad del que hablaba Walter Benjamin, que elude y olvida el trabajo originario y pone en primer plano sus valores añadidos, a menudo bastardos o al menos externamente devenidos.

Recordé también que Alessandro Baricco en su libro Los bárbaros, ensayo sobre la mutación, nos adelanta pedagógicamente la dirección de la relación entre las masas y la cultura hacia el modelo del surfista que cabalga de una a otra ola por su mera superficie, sin ocuparse del fascinante universo subacuático. Mario Vargas Llosa aborda críticamente ese nuevo escenario en su recién nacido libro La civilización del espectáculo. Hablaremos de él. Interesante en este sentido, también, uno de los últimos post de Estrella de Diego, titulado ¿A alguien le importa de verdad la cultura?

Hoy, con mirada empática, pienso que es hermoso y bueno que el arte genere muchos entusiastas, al igual que es fantástico que muchos aprecien el buen vino, los buenos libros o las comidas mejores. Aunque todos esos entusiasmos no respondan a conocimientos profundos. El hecho de que una pasión se oriente al arte la hace más bella como gesto de humanidad, como manifestación de la trascendencia del ser humano.

Pero la pregunta es si los museos, los productores y exhibidores de arte, deben priorizar el encuentro artístico de calidad que busque lo sublime o el encuentro debe estar supeditado al crecimiento numérico de usuarios y a la máxima rentabilidad que pueda extraerse de ellos, cosa que pasa, probablemente, por colas, griteríos y empujones. Dependiendo de la opción prioritaria por la que se opte y de los límites que se marquen en esa relación, podrán introducirse derivadas que favorezcan que los espectadores –los públicos- sean más y más conscientes y disfrutadores en cada encuentro, y su alma se enriquezca más y más. O no.

La pregunta es si en el fondo esta situación –que por otro lado no es nada novedosa: expertos conocedores y degustadores por un lado y masas desconocedoras pero simpatizantes por otro- no es una nueva forma, aparentemente más democrática, de estratificación cultural, de expresión de poder de las élites que señalan qué debe ser consumido masivamente, y a qué ritmo.

Cosas de la vida, esta misma semana estuve en El Prado, en una visita privada que debo agradecer a una invitación de Coca-Cola y su Instituto de la felicidad. Otra experiencia de la que inevitablemente tengo que hablar en próximos días por su relación con este post.

Nos vemos. Ah, y disculpas por el inusual tamaño de este post.

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Razones para creer

Los malos tiempos sacan lo peor, cierto: desánimo, competencia mala, zancadilleo, supervivencia estrecha y amiga del codazo; incluso violencia. Pero también sacan lo mejor del ser humano, y de sus organizaciones. Me lo ha recordado la campaña cocacolera razones para creer, en la que la marca de gaseosas pone ejemplos de cómo seres humanos dan lo mejor que tienen para ayudar a otros. Una campaña que pretende dar aliento a las neuronas del alma, cansadas de oscuridad, crítica, tristeza, túneles sin salida; cansadas de mensajes cansinos que dan ganas de pasárselos al “tíolaescoba” (¡Viva José Mota!).

Bien, pues en cultura también tenemos buenos ejemplos para creer en que podemos desbrozar el camino: Ayer leía la noticia del acuerdo en el Liceu, por el que a cambio de la renuncia de los trabajadores a una paga extra la dirección levanta el ERE temporal y mantiene al tiempo la programación íntegra, amenazada antes con ser jibarizada dos meses. Son momentos de acuerdos entre empresas y trabajadores para sacar adelante los proyectos artísticos. Acuerdos coyunturales, en que el esfuerzo de las partes sea equilibrado, complementario, ejercicio saludable.  Solamente desde esa perspectiva coyuntural pueden ser reducidos los derechos y los logros.

El otro ejemplo con el que quería ilustrar que los malos tiempos también pueden generar buenos espíritus es el Taller de teatro de Caídos del Cielo, que en medio de la vorágine se empeña en ofrecer a las personas en riesgo de exclusión social (perdonen tan políticamente correcta expresión) un espacio de libertad creativa, de solidaridad, de crecimiento. Lo llevan Paloma Pedrero y el actor Carlos Olalla, y colaboran también algunos de los actores que hace años estrenaron en el Festival de Otoño esa obra que hoy da título al taller.

Desde Asimétrica y elmuro preparamos también otra forma de sinergia solidaria dirigida a iniciar a los emprendedores culturales en herramientas para la autogestión de sus empresas y proyectos. Pero eso lo cuento detenidamente dentro de unos días.

Ah, lo de Follies en el teatro Español dirigida por Mario Gas. Está francamente bien dirigida y excelentemente interpretada por un gran colectivo de actores y músicos. El rato es estupendo y, sin deslumbrarme, gocé del juego. (Lo poco que chirría es el alto presupuesto empleado en estos tiempos). Recomendarla es no fallar.

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Alicia, Luz de gas y El Mago de Oz

Jopé qué ganas tengo de que la realidad que me asalte cada mañana sea guapa y campanillera, lejos de  Luz de gas, cerca de El Mago de Oz. Pero no, se imponen tan a menudo oscuridades y desasosiegos, que tengo el alma controvertida en estos tiempos de cinturones pequeños y cada vez más apretados. Y el desasosiego más profundo se produce cuando las noticias grises vienen de lo inesperado, del lugar imprevisto. ¿Imprevisto? Sí, al menos yo no esperaba que Alicia Moreno alargara los contratos artísticos de Mario Gas y de otros responsables culturales de Madrid, unos días antes de que un nuevo Consejero de Cultura la sustituyera en el cargo.

Alicia, ¿por qué renovaste el contrato de Mario, Delia, Mora y demás a escasísimos días de que te fueses del Ayuntamiento de Madrid?  ¿Por qué, si habían sido designados uniendo su futuro a quien les designó, quien les designó firma para que le sobrevivan? ¿Por qué una vez más el poder discrecional, en vez del contrato programa? ¿Por qué resulta tan parecido ese funcionamiento al del anterior consistorio y al viejo estilo del teatro Español? ¿Por qué seguimos sin saber de contratos, de números, de presupuestos en el más puro y viejo ocultismo? ¿Por qué cuando conocemos algunos –los salarios y los cobros añadidos por direcciones artísticas- el alma sensible se irrita en estos tiempos? ¿Por qué la Cultura, que debe dar luz, esconde su gestión pública en la bruma del poder? ¿Por qué lo simplemente razonable es tan escaso y difícil de encontrar?

Mario, dices en la portada de El Cultural que “Los ciclos políticos no deben coincidir con los artísticos”, cuán de acuerdo estamos. Pero, ¿por qué no hacerlo por vía democrática y en abierta y leal competencia con otros que podrían aspirar a la responsabilidad, en vez de ampararse en el poder discrecional de quien se va en unos días? ¿Es tan peligroso para la democracia que en Cultura los responsables no sean designados sino elegidos mediante concurso? La percepción inevitable, una vez más, es que Súper Glue está perdiendo una gran oportunidad al no patrocinar los cargos. Un exitazo.

La sombra de la amistad como argumento feo debe ser desterrada de la acción política, de la acción cultural, y sustituida por la aristocracia de los mejores, pero los mejores no designados, sino elegidos por sistemas democráticos y rindiendo cuentas ante la sociedad a la que se deben. Y si no, no haber venido.

Notas:

1. La admiración artística nada tiene que ver con la crítica a la gestión. He comprado entradas para este domingo ver Follies en el Español, me han hablado maravillas. Veremos. La experiencia me cuenta que la buena gestión y el buen arte no se suelen aparear bien.

2. He pasado el post a tres amigos antes de publicarlo. Me han insinuado la posibilidad de tener problemas por decir estas cosas. La sospecha de que, en democracia, opinar pueda ser en sí un problema, ha bastado para disipar cualquier duda. Adelante con la libertad, tesoro divino.

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