En un reportaje de El País, que informaba del estreno en el Teatro Real de la ópera Salomé, de Óscar Wilde, decía su director, Robert Carsen: “Mi trabajo es ofrecer al público algo diferente a lo que han visto hasta ahora.” Carsen insiste varias veces en la idea de sorprender al espectador como una de sus tareas como director. La lectura del reportaje me provocó reflexiones sobre los fines del arte en la actualidad, y particularmente sobre la tendencia –en algunos directores obsesiva- por ofrecer lo antes nunca visto. Fíjense que no se suele hablar de la calidad o de ofrecer niveles de arte “mejores”, sino que el elemento de valor subrayado es lo diferente y el valor añadido de que se hable de ello. Algo así como si estuviéramos en una feria de coches en la que nadie hablara del motor y sí de los colores o de las formas de la carrocería.
Me preguntaba por la relación entre lo mejor y lo diferente y si siempre lo diferente es lo mejor, como se viene asumiendo en los medios culturales. Me preguntaba por qué se confunde diferencia con originalidad. Para alcanzar la primera basta con hacer algo que nadie haya hecho antes; o al menos que lo parezca. Para ser original hay que tener una identidad propia, profunda, única, originaria, recorrer un largo camino y a partir de un determinado momento ser único. Me preguntaba la relación entre ofrecer al público algo diferente y los presupuestos desaforados que a veces lo acompaña: de eso en la ópera saben mucho, pero también en el teatro. Me preguntaba también a dónde nos llevaría la búsqueda artística si está basada fundamentalmente en la búsqueda de lo diferente: tal vez a ver sangre en el escenario –con glóbulos rojos de verdad, claro. Ah, pero si eso está ya muy visto, ¿no?
