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Arte, cultura. De toros, berenjenas y ¿zarandajas?

Me voy a meter en un berenjenal. Parece que el momento lo exige. Vaya por delante mi relación con “los toros”. He corrido encierros –muchas veces- y he asistido a corridas, menos. Y nunca han excitado mi violencia interior o me he sentido un sádico disfrutador del dolor ajeno, en este caso animal.

La propuesta de supresión legal de las corridas de toros en Cataluña plantea una reflexión sobre el arte y la cultura. En mi opinión las corridas de toros –e incluso la popular afición a los encierros, en general más violentos, aunque no acaben en la muerte del animal-, no pertenecen al arte, pero sí al campo de la cultura antropológica, es decir como expresión del acerbo específicamente humano, y diferenciada de la capacidad del hombre para hacer arte. Algunas de esas expresiones culturales nacen y mueren al compás de la evolución de las sociedades, de su desarrollo económico, social, educativo. Otras permanecen largo tiempo. Otras se transforman. Lo que no veo claro es la bondad de que la ley, el prohibicionismo, acabe con una expresión cultural –antropológica- que no hace daño a otros seres humanos. No entro en otros múltiples aspectos relacionados con este tema –económicos, ecológicos, políticos, de coyuntura…-, porque a mi modo de ver la clave está en el afán de legislar cada vez más y más restrictivamente sobre aspectos que tienen que ver con la individualidad, en este caso con la cultura, entendida, insisto, antropológicamente.

El genero humano tiene una relación de poder con los animales, basada históricamente en una supremacía conquistada. Pero, tarde o temprano el maltrato a los animales –y las corridas, y otras expresiones de nuestra relación con los seres vivos, lo son- acabará desapareciendo, probablemente por inanición, porque las sociedades evolucionan y adquieren valores consensuados superiores. Legislar sobre ello hoy abre una brecha entre quienes los aprecian y quienes los odian. Una brecha que obvia que los seres humanos debemos respetar incluso las debilidades y los errores de nuestros congéneres. Siempre que no afecten a los derechos de otros seres humanos. Nos da humildad, nos recuerda que venimos de un pasado que aunque no nos enorgullezca, nos ha traído hasta aquí. Hablemos, pues, sin radicalismos ni altanería intelectual, con sosiego y con comprensión hacia el que piensa y siente diferente. Una sociedad sin toros no es inevitablemente mejor. Como no lo es –per se- una sociedad en que las gentes desayunen escuchando a Boccherini.

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